Subestimamos la necesidad de medir la confianza. Nos parece carreta. A veces porque la vemos lejana de la “alta técnica” cuantitativa -de economías, cifras y modelos-; otras, porque la sentimos una “moralina” conservadora, casi de autoayuda, que pretende hablarnos de valores mientras aplaza las urgencias sociales.
Verla como carreta nos impide entender su importancia para la democracia, las instituciones, la política, la movilización social y la economía. Nos deja sin ganas ni tiempo para fomentarla y, sobre todo, para medirla, así como se toma la temperatura a un cuerpo para saber de su salud.
Ignoramos, entonces, el trabajo de agencias y organizaciones que han medido y reflexionado sobre los entornos de confianza. El BID (https://shorturl.at/2CSsM) y la OCDE (https://shorturl.at/0tDrX) lo han hecho desde su campo. También lo ha hecho El Movilizatorio, con sus estudios sobre reconciliación y polarización (https://shorturl.at/VRz77).
Una de las mediciones más reconocidas es el Edelman Trust Barometer (versión 2025: https://shorturl.at/FxrVW), que mide la confianza desde la perspectiva del agravio: ese sentimiento difuso de haber sido engañados o dejados atrás, que redefine el vínculo entre ciudadanos e instituciones.
En el 2025, la medición concluye que el agravio se ha convertido en el clima emocional de nuestro tiempo. En 23 de los 26 países analizados, la mayoría reporta un nivel moderado o alto de agravio hacia empresas, gobiernos y élites económicas. Solo el 36% de la población mundial cree que la próxima generación estará mejor que la actual, y en los países desarrollados esa cifra cae por debajo del 20%. En 15 países aumentó a dos dígitos el número de personas que teme ser víctima de prejuicios o racismo.
En Colombia, dos de cada tres personas (67%) dicen sentir agravio hacia el funcionamiento del sistema. La mayoría percibe que el Estado y las empresas benefician a unos pocos, que los ricos se hacen más ricos y que las decisiones institucionales los perjudican. Con un índice de confianza de 49 puntos, el país está en el rango de la desconfianza.
Mientras los grupos de mayores ingresos alcanzan un 73% de confianza, los de menores apenas llegan al 51%. Esa brecha de 22 puntos refleja una fractura que no solo sucede en los bolsillos sino también en los sueños de futuro. Las empresas siguen siendo las más confiables (63%), pero pierden terreno entre quienes sienten agravio: bajan a 55% y se las percibe 36 puntos menos éticas y siete menos competentes. Las ONG se mantienen neutrales (52%), mientras los medios (44%) y el gobierno (35%) se hunden en la desconfianza.
Seguir viendo la confianza como carreta es desconocer, desde un lado liberal y capitalista, a pensadores como Adam Smith, quien la entendió como el tejido que hace posible los mercados; o David Hume, que la vio en el cumplimiento de las promesas comunes -esa bella idea de cumplir con nuestra parte con la seguridad de que los otros cumplirán con la suya-.
Del otro lado, socialista y progresista, es olvidar que Ernesto Laclau reconoció la confianza como el vínculo que articula las demandas plurales e insatisfechas que crean las constituciones, movilizan y resisten a los abusos del poder; o que Marx, para ir más a fondo, no la veía como virtud moral sino como relación social objetiva, en esa idea poderosa de que solo por la confianza existen el dinero y el crédito -el dinero no es más que la confianza objetivada en una cosa, decía-.
El agravio y la desconfianza moldean comportamientos, sobre todo en los entornos más cercanos: el barrio, la ciudad, la región. Quienes los sienten duplican la probabilidad de creer que el éxito de otros los perjudica. Incluso, en contextos de polarización cuesta todavía más confiarle nuestra vulnerabilidad al otro que piensa distinto.
Que vengan, entonces, los esfuerzos por reconstruir la confianza y medirla en Caldas. En Nido, Laboratorio de Liderazgo, ya hemos comenzado un trabajo conjunto entre varias organizaciones para hacerlo posible.