En los últimos 20 años se han realizado aproximadamente 4 mil trabajos de posgrado (especialización, maestría y doctorado) en Manizales. En promedio, esto equivale a unas 80 investigaciones o intervenciones por cada institución oficial.
Pensaría uno que cualquier empresa que fuera sometida a una intervención técnica y estratégica tendría que transformarse de manera sustancial; y en el ámbito educativo, si un volumen de producción académica se hubiera traducido en transformaciones reales, nuestras escuelas serían hoy referentes de inclusión, innovación y calidad educativa.
Pero la realidad dista mucho de esa expectativa, y no es exagerado afirmar que la educación en este país es el sector en el que más estudios se han hecho históricamente, pero el que menos se transforma.
Esta paradoja -la de tener miles de investigaciones sin impacto real- debería inquietarnos profundamente. No solo porque evidencia un desgaste del ejercicio académico, sino porque revela una desconexión creciente entre el mundo universitario y el acontecer cotidiano de la escuela.
Recientemente, un profesor le compartió a un rector la intención de desarrollar su tesis de maestría sobre “el impacto de las dinámicas curriculares institucionales en la condición sociocultural de la población desplazada” en un colegio en el cual, paradójicamente, no hay estudiantes desplazados.
Ante este contrasentido develado por el rector, la respuesta del profesor fue clara: “Tranquilo, rector, es una investigación teórica con elementos empíricos que no requieren validarse en la realidad”.
Este episodio resume, de manera inquietante, una tendencia cada vez más común: investigaciones que privilegian la validación académica sobre la pertinencia contextual.
Por eso, es necesario reflexionar sobre la trascendencia y el impacto real que los trabajos de pregrado y posgrado han tenido en las escuelas en las que ejercen sus labores pedagógicas los maestros que han liderado esos estudios, porque además, como consecuencia de su titulación, reciben del Estado una muy merecida retribución económica.
El problema de fondo parece estar en una ruptura estructural entre los requerimientos genuinos de la escuela y los criterios formales que las universidades imponen para validar los proyectos de investigación en el nivel de posgrado.
Entre más alejadas estén las propuestas de la realidad educativa local, más méritos académicos parecen tener. Se privilegia la publicación de artículos en revistas indexadas, lectores externos, pasantías y participación en debates y foros internacionales.
Estas condiciones resultan muy alejadas de la realidad de los contextos escolares, y se olvida que la verdadera “indexación” debería medirse en la transformación tangible de las prácticas escolares.
Pregunto, entonces, ¿por qué las intervenciones de los diferentes estudios en educación superior no tienen impactos visibles en la escuela? ¿El fin último de este tipo de estudios no tendría que ser la afectación cualitativa del acontecer escolar? ¿Cómo es posible que el sector más estudiado del país -la educación- sea también el que menos se transforma?
Más allá de la crítica, este fenómeno exige una reflexión seria y colectiva. ¿En qué momento confundimos excelencia académica con sofisticación desconectada? ¿Por qué seguimos produciendo conocimiento que no se traduce en cambio? ¿Qué podemos hacer para reconciliar la escuela con la universidad, la práctica con la teoría, la realidad con la investigación?
Finalmente, pienso que este fenómeno es multicausal, y en este artículo no pretendo agotar el tema, ni mucho menos. Es apenas una provocación, una invitación a mirar con honestidad un sistema que premia los títulos, pero no los impactos. Y que, si no se cuestiona, seguirá fabricando diplomas sin huella para la escuela.