Jerry es un estudiante de cinco años que cursa transición en una institución pública. Su proceso escolar avanza dentro de la normalidad, aunque en sus comportamientos se evidencian ligeros rasgos de disfuncionalidad familiar. Un día, cuando estaban programadas las fotos de su graduación de preescolar, el niño se presentó a la escuela con su cabecita totalmente rapada, con actitud hostil y amenazante. No quiso trabajar con sus compañeritos, estuvo retraído y no atendió positivamente los llamados de la profe.
Ella trató de normalizar el trabajo del grupo y no afectarlo por la actitud de Jerry, a quien se dedicó luego de organizar a los demás niños. Mientras todo ocurría, Jerry se subió al mueble que da a la ventana en un intento por lanzarse al vacío. Fue una señal inequívoca de querer quitarse la vida. Gracias a la atención oportuna, su acción fue observada a tiempo y la maestra evitó la maniobra que muy probablemente terminaría con un desenlace fatal. Pero al ser aprehendido por ella, el niño lanzó un grito: “¡Profe, quiero matarme, yo no deseo vivir!”.
De inmediato se procedió con los protocolos de atención integral. El niño fue internado en un centro de salud mental y atendido medicamente. Además, la institución educativa puso en conocimiento de las autoridades competentes el respectivo caso, a fin de garantizarle a Jerry todos sus derechos y permitirle —si acaso es posible— crecer con mayor dignidad, bienestar y protección.
Al buscar las razones que motivaron la decisión del niño, se supo que su padre lo había rapado para castigarlo, y que le sentenció: “¡Y así verá cómo se burlan de usted en la escuela!”. Sentencia que se cumplió, pues la presencia de Jerry totalmente rapado no podía pasar inadvertida justo el día que tomarían las fotografías de su grado y cuando niños y niñas, acompañados por sus padres, hacen un gran esfuerzo para alcanzar sus mejores registros. Pero en el caso de Jerry el padre logró que su hijo padeciera el más grande de sus ridículos. Pienso que ningún niño del mundo merece semejante humillación. ¡Sería mejor no tener papá!
Luego de lo sucedido y de la conmoción generada, la profe le comentó al rector: “Señor, es muy horrible que estas cosas sucedan, pero más que lo hagan en la escuela, donde no tenemos nada que ver con los hechos”. Y el rector contestó: “Profe, este hecho, además de la lectura infame que provoca la actitud del padre, tiene otra connotación muy interesante: los niños buscan el escenario de la escuela para expresar sus angustias, pues reconocen que allí sí lo pueden hacer. Hay quien los atienda, son escuchados y queridos. Y en el caso específico de Jerry, hay quien no me deje lanzar al vacío buscando la muerte. Seguro que si lo hubiera intentado en casa, el propósito del niño se habría cumplido”.
Hechos como estos se presentan a diario en las escuelas de Colombia. Niños que asisten a ellas buscando afecto más que conocimiento. Niños que reciben a diario agresiones, malos tratos y carencias afectivas y de supervivencia, tanto de la sociedad como de sus propias familias. Niños desprotegidos que se encuentran a merced de la delincuencia de todo tipo.
Mientras tanto, los maestros hacemos el mejor esfuerzo y procuramos que esos niños tengan en la escuela sus mejores días. Si el Estado, la escuela y la familia no intervienen con eficacia este drama de la desprotección de los niños en edad escolar, no habrá lugar para los aprendizajes y los desarrollos, y la labor del maestro frente a estos propósitos será inviable. He aquí un gran reto que esperamos sea intervenido de manera prioritaria ahora que estamos frente a un gobierno comprometido con las causas populares de los pobres de Colombia.