Quetame, municipio localizado en Cundinamarca, era un territorio ocupado por los indígenas descendientes del Cacique de Ubaque en 1596. El municipio fue fundado en 1826, en Quetamito, “lugar que se incendió… situación que obligó al traslado al sitio actual…La categoría de municipalidad se dio en el año 1832. Posteriormente, por la Ley 12 de agosto de 1868, la Ordenanza 19 de 1894 y del decreto ejecutivo 1120 de 1907 se delimitó su actual comprensión geográfica”.
Ahora es noticia porque después de ser un rincón olvidado de Colombia, por las avalanchas ha sido nuevamente destruido, dejando muertos y desaparecidos por montones. Eso parece no importarle a los que hicieron las carreteras, ni construyeron sus accesos, pero sí a los que cobran los peajes en esa vía, que es hoy barro, desolación y muerte.
Esto no pasará de ser la noticia de una tragedia común en Colombia y la de una anécdota más, entre las muchas que hay a lo largo y ancho del país, donde el desbordado crecimiento de los municipios en zonas inestables y peligrosas mantienen en riesgo inminente a sus pobladores, que ante la sucesión de hechos impredecibles, no tendrán más remedio que esperar a sobrevivir por azar o suerte.
La desenfrenada ola de expansión de poblaciones a lo largo y ancho del país, sin políticas claras y reales de planeación, con límites y condiciones, hacen que las ciudades y municipios desborden su verdadero potencial de crecimiento, sin tener en cuenta las condiciones de los terrenos, los cambios súbitos que se producen en los suelos, las crecientes imparables de ríos que arrasan con todo a su paso, llevándose el trabajo y la ilusión de vida construida con años de esfuerzo por millones de colombianos que están en la misma situación.
Lo vemos desde la Guajira, donde las comunidades han sido expuestas al hambre y la desolación, sin agua potable, porque los ríos se desviaron para minería y propósitos distintos a los que tiene en su origen, que no otro que servir de regadío de una zona y de afluente en el que puedan encontrar agua los habitantes de la misma; eso pasa en la Costa Atlántica, donde una ciudad como Barranquilla se ufana de sus grandes obras, cuando en realidad es un enorme monumento a la mala planeación, que se inunda con ríos que arrasan la ciudad cuando hay crecientes, sin que a sus gobernantes, tan inescrupulosos como corruptos, les importe un pito.
Pasa en Cartagena y sus alrededores, en la que un alcalde alguna vez mandó tumbar las murallas, porque eran un “inodoro” público, alcanzando a demoler muchas de ellas, hasta que alguien impidió que se derrumbaran más; las murallas que hoy existen y que son la característica de una ciudad importante desde hace siglos y es conocida en el mundo entero, está ahora asolada por rufianes vendedores en las playas, que estafan y amenazan turistas cuando no pagan sus desbordados precios, con una mafia de hampones que hacen perder el trabajo a la gente honesta que vive del turismo hace años y que ven como se convierte en una ciudad altamente peligrosa para los que la habitan y los visitantes.
No es distinto en Santamarta, que pierde sus recuerdos coloniales derrumbados para hacer espantosos edificios, que afean la ciudad o inundan los lugares que fueron refugio de pescadores, como Taganga, en la que ya no hay por donde caminar. Ni hablar de Medellín, que esconde sus tugurios con obras faraónicas, con las que nadie los nota, ni se ven los delincuentes sin tripas que matan al por mayor y al detal por los precios que tienen los de la “Colombia no futuro”, solo preocupados porque sus familias vivan y que estén protegidas, de los que intenten amenazarlas.
Y el viejo Caldas, con Manizales, comiéndose la montaña, con rellenos que serán fuente de una gran tragedia, cuando, ojalá no pase, se presente un terremoto de magnitud mayor. Lo mismo pasa con Armenia y la desbordada Pereira, que ya se unió a Santa Rosa y con ellas todos los municipios que son una oda al cemento y las vigas, que reemplazaron el bahareque y ocupan todo lo que antes fueran zonas de árboles y naturaleza viva, hoy cosa del pasado.
La vida la destruimos a diario cuando no respetamos la naturaleza, cuando olvidamos el principio fundamental que establece: “es el hombre el que pertenece a la naturaleza, no es la naturaleza la que pertenece al hombre”. Tenemos que hacer una nueva carta de convivencia con la naturaleza o seremos la próxima especie en extinción.