Suelo conducir por las estrechas y deterioradas carreteras colombianas. Me gusta ver los cambios en el paisaje y esa sensación de no depender del horario de salida de otros y detenerme a voluntad en un pueblo o en otro. Desafortunadamente, las carreteras colombianas son desafiantes. Aquellas que no son estrechas como la mal llamada Ruta del Sol, que por sus cráteres parece más la Ruta de la Luna o por Odebrecht sería más apropiado llamarla Ruta de la Corrupción, son peligros que desafían incluso a los más expertos al volante. Sin embargo, lo que nunca deja de impresionarme es que esa endeble y traicionera infraestructura es, para muchos, un escenario para el despliegue de la temeridad, la exhibición de los cilindrajes de sus motores o de sus dotes de Schumacher o Hamilton frustrados. No disfrutan el viaje sino correr, adelantar en curva y con el piso húmedo y poner en riesgo su propia vida y la de los demás. 
La mortalidad en las calles y carreteras colombianas es demasiado alta y, aun así, es casi un milagro que no sea mucho mayor. Los accidentes en las vías nacionales les costaron la vida a casi 60 mil personas entre 2011 y 2020. La mitad de ellos iban en moto, casi 16 mil andaban a pie y más de tres mil iban en bicicleta. Mientras la tasa de mortalidad vial en Colombia por cada cien mil habitantes en 2020 fue 10,66, en Alemania fue 3,27 y en Noruega 1,73. En 2021 murieron en siniestros viales en Colombia 7.270 personas y en 2022 la cifra fue de 8.264: ¡Un aterrador incremento de 13,67%! La Agencia Nacional de Seguridad Vial registra, a mayo de 2023, 3.313 muertos y 10.043 lesionados. Buena parte de esas muertes y lesiones no son calamidades azarosas sino, injusticias que resultan de la toma de decisiones irresponsables y temerarias guiadas por un frenesí esnobista o un afán absurdo que conlleva, en últimas, una pulsión de muerte. 
Tampoco es un dato menor que los días de mayor incidencia de la mortalidad vial son domingos y sábados y las horas más peligrosas van de las seis de la tarde a las nueve de la noche. Algo no anda bien cuando en lugar de usar las horas de ocio para relajarnos, compartir y disfrutar de la vida, las usamos para correr todavía más y muchas veces hacia la fatalidad. Del afán no queda solo el cansancio, también queda muchas veces la muerte o la discapacidad.
Lo que ocurre en nuestras vías es un claro reflejo de nuestra sociedad. La anomia, el arribismo, el individualismo oportunista y la cultura del atajo son características visibles en muchos de los comportamientos de los conductores de automóviles, pero también de los más vulnerables: motociclistas, peatones y ciclistas. También refleja la principal falla de un Estado incapaz de garantizar la provisión de una infraestructura adecuada: la corrupción.
Sin embargo, el frenesí y la velocidad no están presentes solo en las vías. Comer con afán, beber con afán, leer con afán, conversar con afán no es realmente comer, ni beber, ni leer ni conversar. Correr en la vida no nos hace mejores ni más felices ni más productivos. De qué nos sirve correr tanto si entre los países de la OCDE ocupamos el último lugar en productividad medida como PIB por hora trabajada. 
A la velocidad como a casi todo en la vida aplica la moderación: ir exageradamente despacio también puede resultar irresponsable. Sin embargo, no cabe duda de que, en general, en las vías y en la vida debemos ir no solo más atentos sino también más des-pa-cito.