“Que pase el aserrador” -escrito en 1914 por Jesús del Corral- es uno de los cuentos más célebres de la literatura colombiana. Su protagonista -Simón Pérez- cuenta cómo se convirtió en aserrador: habiendo desertado en la guerra de 1885 con un soldado boyacense, luego de pasar hambre y  muchas penurias, arriban a una mina de oro, a orillas del río Nus. El encargado de la tarabita para cruzar el río les dice que solo admiten aserradores. Pérez, quien jamás había tenido un serrucho en sus manos afirmó ser un experto mientras que el boyacense, que tampoco sabía del oficio, dijo la verdad. Pérez cruzó y tras engatusar a todos en la mina a punta de ingeniosos embustes, sobrevivió y a la postre, prosperó. El boyacense, murió de hambre.
Juan Luis Mejía, exrector de la Universidad Eafit, escribió en 2010 un breve artículo en el que lamenta “el culto al avispado”, tan arraigado en la cultura antioqueña. Mejía confirma que el Simón Pérez del estupendo y gracioso cuento de Jesús del Corral es el arquetipo del avispado, el cual, dice Mejía: “no hace empresas, hace negocios”; “no cree en el esfuerzo, pues sabe cómo se la gana de ojo”; “no conversa, sino que se come de cuento a la gente”. El avispado desprecia el conocimiento porque no tiene preguntas sino respuestas para todo. Concluye Mejía que el avispado es un ser incompleto, alguien que perdió la capacidad de asombro. El avispado es un rentista.
Simón Pérez era un vivo, un ventajoso y, sin embargo -afirma el escritor Reinaldo Spitaletta- no era un delincuente. Estoy de acuerdo con Spitaletta. Al fin y al cabo, entre los artilugios de Pérez figuran “sus dotes de juglaría”, su habilidad con el tiple y su carisma. Hoy, más de cien años después parece que estamos peor: hemos sustituido el culto al avispado por el culto al bandido.
En lugar de un delicioso cuento costumbrista, tenemos marchas populares y entierros multitudinarios en los que se celebra “el legado” de políticos ampliamente reconocidos porque sus niveles de corrupción desbordaron “sus justas proporciones”. Cuando esos sentidos homenajes no los hace la gente en sus pueblos, los promueven nuestros representantes en las corporaciones públicas.
El pasado 29 de noviembre el Concejo de Manizales aprobó una resolución en la que además de lamentar el fallecimiento del “ilustre ciudadano” Mario Castaño Pérez, reconoce “su compromiso con el departamento de Caldas teniendo en cuenta su gestión por la consecución de recursos para la infraestructura vial, escenarios deportivos e instituciones educativas de los diferentes municipios”. Castaño murió en su celda, condenado a dieciséis años de cárcel por concierto para delinquir agravado, estafa agravada, peculado por apropiación y otra serie de delitos relacionados precisamente con esos recursos.La ciudadanía que usa vías intransitables, escenarios deportivos sin terminar y apenas accede -si lo hace- a la pobre educación que en condiciones inadecuadas puede ser ofrecida, recibe el mensaje según el cual, “los doctores” que son responsables de la mala provisión de bienes públicos y servicios sociales son: “ilustres ciudadanos”.
Que Castaño haya merecido del cabildo una “nota de duelo” entregada a su hijo por el concejal Danilo Eduardo Fernández en medio de aplausos y abrazos del gobernador electo, Henry Gutiérrez Ángel, de la secretaria del Concejo y del presidente de este, es apenas una dolorosa evidencia del culto al bandido. Unos días atrás hubo también, en la Comisión Cuarta del Senado un minuto de silencio, elogios y aplausos para el fallecido Mario Castaño. Si una sociedad que rinde culto al avispado no es viable ¿qué diremos de aquella que rinde culto al bandido?