“Gloriosa Victoria” es el irónico título del mural sobre lienzo que Diego Rivera y la pintora guatemalteca Rina Lazo dedicaron al doloroso derrocamiento de Jacobo Árbenz en 1954. Allí, los protagonistas son los artífices de una invasión que -con tropas mercenarias y pilotos estadounidenses- organizó la CIA para tumbar al gobierno de Guatemala en nombre de la erradicación de una amenaza comunista, inventada por la propaganda de Edward L. Bernays al servicio de la United Fruit Company. A lo que realmente puso fin esa operación fue a una década de democratización que había iniciado con las reformas sociales de Juan José Arévalo y que continuó con la reforma agraria de Árbenz. 
Lo que el gobierno buscaba, le dice Árbenz en las páginas de “Tiempos Recios” a John Peurifoy- el embajador estadounidense- era convertir a Guatemala en “una democracia moderna y capitalista”, jamás en un satélite de los soviéticos. Pero la invención de Bernays le convenía no solo a la United Fruit Company sino también a terratenientes locales y a sectores del clero y del ejército. En “Tiempos Recios” (2019) de Mario Vargas Llosa, las trágicas historias de varios de los personajes involucrados aparecen como testimonios novelados de una mentira cuyas consecuencias desbordaron su geografía y su tiempo.
La de Guatemala es una historia triste. Tanto como las vidas mágicas pero asediadas de esos “Hombres de Maíz” (1949) sobre quienes escribió Miguel Ángel Asturias o como las más de doscientos mil muertes de una guerra civil que duró 36 años y que no siempre es fácil distinguir del genocidio. Triste como la historia familiar de Rigoberta Menchú cuyos padres murieron en dantescos episodios de la guerra civil. Triste como las vidas de privación y violencia que padecen millones de guatemaltecos por cuenta de la discriminación, la desigualdad, la corrupción, el narcotráfico y la violencia. 
En 1944 la caída de la dictadura de Jorge Ubico, cuya “ley contra la vagancia” obligaba a trabajar de manera forzada a campesinos e indígenas en las haciendas cafeteras, despertó la ilusión en Guatemala. Esa hermosa tierra de volcanes, lagos, selvas y de una colorida herencia mestiza y maya, parecía al fin encaminarse hacia la construcción de una sociedad decente. Sin embargo, diez años después, una mentira acabó con esa ilusión. 
Los resultados de la segunda vuelta electoral en agosto del año pasado avivaron nuevamente las ilusiones de muchos en Guatemala. El sociólogo Bernardo Arévalo, de centroizquierda y quien obtuvo una victoria inobjetable (60,91% de los votos), tiene una formación académica y una trayectoria profesional como diplomático y profesional en construcción de paz que genera muchas expectativas. Sin embargo, algo que quizá resonó bastante en el electorado es que Bernardo es hijo de Juan José Arévalo, el primer presidente de la “primavera democrática” guatemalteca. 
No sabemos cómo será el gobierno de Bernardo Arévalo. Por ahora, gracias a la reciente decisión de la Corte Constitucional que conminó al congreso a garantizar la toma de posesión del presidente y de los demás funcionarios electos el año pasado, parece que su gobierno podrá, al menos, comenzar. Lo que sí sabemos es que ganó las elecciones y que Guatemala necesita reformas profundas. También sabemos que ninguna reforma será viable con los desbordados niveles de corrupción que allí existen. A tal punto han llegado las cosas que la fiscalía general de Guatemala, en manos de fiscales corruptos liderados por María Consuelo Porras, escudera del presidente Alejandro Giammattei, se inventó que las elecciones son nulas. Como en el mural de Diego Rivera, los artífices de una mentira gigante buscan usarla para sepultar, otra vez, una ilusión.