Crecí escuchando las historias de La Violencia interpartidista mientras mis amigos y yo pintábamos palomas en la calle. El presidente era Belisario Betancur. La guerra siguió. Luego vinieron los procesos de paz con el M-19, el PRT, el EPL, el Quintín Lame y la Corriente de Renovación Socialista. Muchos vimos estos acuerdos y la Constitución de 1991 con esperanza y, sin embargo, la guerra escaló. Empezamos el siglo XXI como habíamos empezado el XX: con el país ensangrentado. Se desmovilizaron las AUC y años más tarde, dejando atrás una historia de procesos fallidos, el Estado y las Farc firmaron la paz. Parecía que al fin nos convertiríamos en un país latinoamericano normal. Hubo cierto interludio pacífico en la década anterior, enlutado por el asesinato de líderes sociales. 

La persistencia de las economías ilegales, los sabotajes a la implementación del acuerdo con las Farc y las fallas en la construcción de Estado y en la provisión de seguridad fragmentaron la guerra. Tanto que la nueva promesa de paz es una negociación simultánea con un amplio y heterogéneo grupo de actores violentos. Esa promesa ha sufrido algunos reveses en el camino, fruto de cierto voluntarismo gubernamental y, por supuesto, del cinismo, la temeridad y la codicia de los grupos armados. 

Pocas cosas son tan controversiales y divisivas como negociar la paz, buscar la paz o pactar la paz. Aunque la gente en general afirme ser partidaria de la paz, desconfía de ella y de quienes la procuran. Si bien es cierto que en ocasiones esa desconfianza puede estar justificada (la paz requiere método, moderación y un difícil balance entre flexibilidad y firmeza), muchas veces las negociaciones y los acuerdos de paz suelen ser objeto de tergiversaciones y mentiras. Paradójicamente, la búsqueda de la paz es un campo de batalla. Por eso dijo Georges Clemenceau que “hacer la paz es más difícil que hacer la guerra”. Atizar el odio y el resentimiento produce más réditos políticos que promover la reconciliación porque es más fácil convocar a una borrachera colectiva que a la difícil construcción de un proyecto de convivencia en medio de diversos conflictos. Aprender a lidiar con las diferencias y gestionar los conflictos es mucho más exigente que dejarse llevar por la fiesta de la guerra. 

Estanislao Zuleta nos recordó la importancia de reconocer el carácter festivo de la guerra. En ella, el individuo escapa de su soledad al diluirse en la identidad de un grupo que se aprueba “sin sombras y sin dudas frente al perverso enemigo”. Hacer y construir la paz requiere imaginación (imaginación moral diría John Paul Lederach) y, por tanto, es un ejercicio que exige lucidez. Mientras construir la paz implica despejar brumas para identificar matices y opciones, la guerra se desenvuelve en ellas: no precisa lucidez sino embriaguez. 

Esa asimetría en contra de la paz obliga al gobierno a adoptar un método secuencial y a buscar un mejor balance entre flexibilidad y firmeza. La paz puede ser divisiva, pero para que sea viable no puede ser demasiado impopular. El compromiso del ELN y de algunas facciones disidentes de las antiguas Farc de abandonar el secuestro (que viene aumentando), es un logro significativo y una muestra de ajustes efectivos en la política de paz. Aún queda mucho por corregir y hacer. Sin embargo, más allá de los resultados de la “Paz Total”, en Colombia siempre tendremos que asumir la tarea interminable de la paz. Siempre habrá que trabajar para que los conflictos no se deslicen hacia la violencia y esta siempre hará presencia ya sea de forma latente o efectiva.