El jueves 21 de octubre de 1982, a las cinco de la madrugada, el viceministro de asuntos exteriores de Suecia, Pierre Shori, llamó a Gabriel García Márquez a su casa en México para anunciarle que había sido el ganador del Premio Nobel de Literatura. No creo que al Nobel le haya mermado el apetito ni dañado el sueño una nota mía en la que discrepaba de su propuesta de enviar la ortografía p’al carajo:
La detestada ortografía es el traje de luces del español. Sin ella, las palabras quedan como en paños menores o, lo que es peor, con los calzones abajo, “antanasmockusiadas”.
Cada palabra tiene su propia arquitectura. Una vez construidas las casas de las palabras -que podríamos llamar frases-, las ideas se van a vivir en ellas. De tanto pronunciar y escribir palabras, terminamos familiarizándonos con su estructura. La ele, por ejemplo, siempre será una consonante eréctil que se sentirá cómoda en medio de una orgía de vocales, llenas o débiles. Como en Eulalia. ¿Qué tal que la o renunciara a su eterna condición de círculo vicioso?
Aun para quienes no hemos tenido nunca buena ortografía, ésta se convierte en el Everfit del idioma.
A veces uno tiene la ortografía que desearía para sus enemigos. O acreedores. En mi caso, los correctores del periódico me tienen que ayudar a saludar con hache (hola!) porque tiro a lapo escribo ola; me colaboran con bautizo, cuando ‘bautiso’ gentiles, y con el verbo amacizar que, escrito con ese, jamás llegará a la tierra prometida de la intimidad de la pareja ‘atarzanada’.
Este aperitivo para discrepar en do mayor de la propuesta hecha alguna vez por el Nobel de Aracataca, de enviar la ortografía al cuarto del reblujo (rebrujo ordena la Real Academia. Allá ella). Y de aplicarle la vasectomía a ciertas tildes que hacen el amor a distancia sobre vocales esdrújulas que con la propuesta de Gabo, se quedarían vírgenes para siempre, sin probar de sal. Discrepo, entre otras razones, porque si a uno le dio tanta lidia “no” aprender ortografía, sería más difícil olvidar lo poquito que se le quedó.
Claro que la propuesta de don Gabriel ha empezado a abrirse paso de vieja data en las facultades de Comunicación Social, o sea, de periodismo, donde consideran que la ortografía es hereditaria como la artritis y la pecueca y no se debe estudiar.
Debería ser ‘superhipermegaobligatoria’ como la ética y la escueta taquigrafía, la única que puede decretarle la muerte a la grabadora que nos hace la mitad del trabajo a los periodistas. Sin que la invitemos a almorzar. O a un motel. Eso sí, en lo único que no se debe exigir ortografía es en las cartas de amor. Es más, debería ser prohibida para todo enamorado. Nada menos romántico que una perfumada esquela, llena de exactitudes ortográficas y exquisiteces gramaticales.
Sospecho que si hubiera tropezado con novias con excelente ortografía estaría solterón, desvistiendo damas, ojalá de dudosa ortografía sexual. Las cartas de amor son escritas con el alma y el alma nunca fue a la escuela a estudiar la vilipendiada ortografía en verso de Marroquín. Don Gabo, manos fuera de la ortografía en el parche en que se encuentre.