A uno de los más grandes genios de la música, creador de las llamadas más bellas sinfonías, se le preguntó de dónde extraía tan sublimes sonidos: "El silencio es la fuente”, exclamó. Me refiero a Ludwig van Beethoven, pues el día 26 de marzo de 1827 murió quedando en lo alto de los inmortales. El pesar fue grande y la gratitud del género humano ha sido creciente, ya que este hombre es además sinónimo de luchas contra la adversidad.
A pesar de su sordera desde los 20 años, sus enfermedades, los desprecios de las damas que amó y la traición de su sobrino quien lo dejó en la ruina por el mal manejo de sus pocos bienes, Beethoven fue fuerte, creativo, lleno de belleza interna que la supo expresar en lo sublime de su obra musical que nos acerca al cielo, a la trascendencia.
La profundidad habitaba en él, la vibración de sus emociones, el sentimiento de lo santo y bueno, la rectitud y tenacidad se convirtieron en notas musicales que danzarinas en los pentagramas expresaron sus vivencias ardorosas que hacen circular en las notas rítmicas la sangre en oleadas de ritmos que llenan de ensueños aún a los más rígidos de afectos, horizontes y esperanzas.
La majestad de la tercera sinfonía, que hace sentir el cabalgar brioso de la vida; el llamado del latir del corazón en la quinta sinfonía; el pasear por las estaciones de la naturaleza en la sexta sinfonía son audiciones que empapan el tiempo de lluvias de eternidad, solidez y esplendor.
La cumbre vivencial se convierte en éxtasis y superación de lo trivial en la novena sinfonía, que de caricias suaves llega a besos exultantes de la belleza musical que hace poner en pie la vida en el majestuoso Canto a la Alegría que nace de la conjunción de dos genios: Friedrich von Schiller y Beethoven. Con razón expresó un día: “La tristeza... es un pecado”.