Los niños y los jóvenes escolares de Colombia vivieron entre los años 2019 y 2021 un tiempo inolvidable para sus vidas, y no precisamente por gratos acontecimientos. Fueron tres años de pandemia que estropearon uno de los más bellos sucesos que puede vivir un ser humano: los aprendizajes. Aprender nos hace libres, el conocimiento emancipa, la verdad dignifica, la cultura empodera, y todo eso fue arrasado por la COVID-19.
No podría precisar para quiénes fue más trágica la situación, si para los infantes que empezaron su vida escolar en las deprimentes condiciones de la “virtualidad” (me refiero a los niños de grado preescolar), si para quienes vivieron el infortunio de ver cerrar las puertas de la escuela, o si para aquellos que vieron cómo gélidamente se apagaba el led de su pantalla luego de graduarse como bachilleres.
En un artículo anterior hacía referencia a las consecuencias que había dejado la pandemia en las escuelas colombianas, y mencionaba el altísimo costo en términos de desarrollo cognitivo, maduración de aprendizajes, desarrollos psicomotores, deterioro de habilidades artísticas y el gravísimo problema de salud mental y de competencias socioemocionales. La misma Corte Constitucional le ordenó al Ministerio de Educación Nacional que interviniera, mediante estrategias de política pública, los nefastos rezagos que había dejado la pandemia en las escuelas del país. El plazo fue perentorio: seis meses, y sin embargo llevamos más de un año sin la urgente intervención.
De manera semejante, en otro artículo publicado algunos meses atrás mencionaba el mínimo afán del Gobierno por la reactivación del sector educativo, principalmente en los niveles de educación preescolar y educación básica y media. Todos los sectores merecieron estrategias y una formulación política de reactivación, la cual comprometía recursos, nuevas normativas con beneficios tributarios, sistemas blandos de financiamiento, etc. Pero como siempre, en nuestro país la educación no mereció una atención prioritaria y fue el único sector que no contó con estrategias responsables de reactivación.
La escuela se cerró en marzo de 2020 y se abrió de nuevo en enero de 2022 como si nada hubiese sucedido. Pero la verdad es que fueron innumerables las consecuencias que afectaron la salud física, mental, emocional y psicológica de nuestros niños y de sus maestros. Llevamos más de un año haciendo frente de manera solitaria a esta situación que no ha sido para nada fácil. Además de que alto Gobierno no ha cumplido el mandato de la Corte Constitucional, tampoco el poder legislativo ha llevado a cabo el control político pertinente, y por eso los maestros de nuestro país enfrentan hoy los efectos devastadores de la COVID-19 sin las herramientas adecuadas.
Lo más triste de todo es que ante una deuda histórica que nadie cobra, pareciera ser que la suerte de los niños escolares de Colombia no tiene doliente, y que solo las deudas que son tasables en unidades económicas como el peso, el dólar o el euro, son cobrables y pagables, mientras que aquellas que se miden en indicadores de bienestar personal, desarrollo humano, inteligencia emocional y nivel de felicidad no son ni lo uno ni lo otro. No entiendo cómo ni mucho menos por qué una situación que afecta anualmente a más de diez millones de colombianos no merece la atención urgente de todo el país. La cifra es alarmante: estamos condenados a sufrir estas consecuencias durante catorce años consecutivos, y apenas llevamos uno y medio. Terminará en 2036, cuando se gradúen de la educación media los niños que hoy están en jardín. Diez millones de escolares al año durante catorce años son ciento cuarenta millones de vidas humanas afectadas. ¡Pero nadie reclama, nadie exige explicación, nadie repudia tanta insensibilidad nacional! Razón tienen los que dicen: “Esa es la escuela que se merecen”.