Luego de haber disfrutado de su periodo vacacional, un profesor de educación física se dirigió al rector con rostro de preocupación: “Señor rector, ¡se nos decoloró la pintura de la cancha!”. Aludía a una significativa intervención en la institución educativa que había dejado los escenarios deportivos en óptimas condiciones.
El rector, con igual asombro, se dirigió a estos escenarios, corroboró la preocupación del profe e inspeccionó las áreas afectadas. Para su tranquilidad, encontró que solo eran concentraciones de polvo acumulado en algunas áreas por la intemperie durante el periodo vacacional. Dio instrucciones a uno de sus empleados para ensayar diferentes productos que permitieran recuperar el estado original de la pintura de los escenarios deportivos. Estos ensayos se repitieron varios días sin dar con el producto para tal fin.
Uno de aquellos días, a primera hora de la mañana el rector observó con sorpresa que el patio deportivo había recuperado su color y vestía de nuevo su policromía. Llamó a su empleado para preguntarle por el producto que le permitió el resultado esperado y cuál fue su sorpresa cuando el funcionario le contestó: “No, señor rector, aún estoy ensayando otro producto que me recomendaron, porque los cuatro que hemos probado no han funcionado”.
El rector no salió de su asombro, se sustrajo por un momento de la rutina de sus labores y se dedicó a escuchar la escuela. “Han sido los niños —pensó—. Ellos se han llevado el polvo en sus tenis y le han devuelto el color al patio. Ellos han sido los mejores restauradores”.
En esta anécdota real no hay nada esotérico ni extraordinario. Es normal que un piso sin uso y plagado de polvo como consecuencia de su larga inhabitabilidad reaccione de esta manera al ser habitado y traficado con una relativa intensidad.
Quiero aprovechar esta experiencia para sacar dos lecciones. En primer lugar, hay que alimentar la cultura y la bella costumbre de escuchar la escuela. Ella siempre nos habla a través de sus profes, de sus estudiantes, de sus empleados y de sus padres de familia. La escuela tiene un lenguaje propio: el de los símbolos, las anécdotas, la casuística. Todas las escuelas han hablado siempre. Pero sucede que casi nunca la escuchamos, y en muchas ocasiones no leemos ni interpretamos sus signos. A pesar de esto, es muy satisfactorio y productivo atender este lenguaje, sencillamente porque en él encontramos buena parte de la ruta que nos demarca la naturaleza de la escuela.
En segundo lugar, la lección implica precisamente la anécdota narrada. La esencia de la escuela son los niños. Ellos son la energía, el paisaje, la música, el movimiento; los niños son el color de la escuela. Sin niños no hay escuela, y sin escuela no hay maestros. Esto lo he dicho en varias oportunidades y hoy lo ratifico con esta experiencia que les comparto.
Sé que es sencilla y humilde, pero está cargada de sentido. Espero que sea recibida de buena manera, porque más allá de lo meramente anecdótico, cuando yo como maestro entiendo la profundidad de esta lección, mis estudiantes recobran toda su importancia. Pasan a ser mucho más que solo discípulos y se convierten en la esencia misma de mi vocación. Cuando esto acontece, nada de ellos me es indiferente y todo lo que les sucede me compromete. En últimas, en su vida se refleja el alcance de mis lecciones.