-Rector, lo necesita una señora Claudia. Dice que usted no la conoce, pero que es urgente y muy personal-, dijo la secretaria de un colegio público de la ciudad.
-Dígale que si me espera unos minutos, la atenderé con gusto-, respondió el rector.
Quince minutos después, la señora Claudia ingresó a la oficina acompañada de su hijo Tobías, un joven de catorce años.
-Señor rector, buenos días-, saludó doña Claudia.
-Buenos días, señora Claudia. ¿Él es su hijo?-, preguntó el rector.
-Sí, él es Tobías-.
-Hola, joven. Buenos días-, dijo el rector, y el joven respondió tímidamente.
-Cuénteme, doña Claudia, ¿cuál es el motivo de su visita?-, inquirió el rector.
-Señor rector, mi hijo cursa noveno grado en el colegio San Bonifacio, un colegio privado de la ciudad. Ha estado allí desde preescolar. Es un buen muchacho, un gran estudiante y excelente deportista. Venimos a pedirle un cupo en su colegio-.
-¿Y por qué busca cambiarlo de colegio si ha estado allí desde preescolar?-, preguntó el rector con curiosidad.
-Soy madre cabeza de hogar. Acabo de perder mi empleo y debo todo el año de pensiones. Esta situación es insostenible. Estoy desesperada, no encuentro solución-, confesó doña Claudia.
Hasta aquí la anécdota nos sirve de espejo para reflejar un drama que se repite en miles de hogares colombianos. Familias como la de doña Claudia han asumido desde hace años la carga de financiar la educación de sus hijos, una responsabilidad que debería ser del Estado. Este sacrificio, oculto y constante, es un drama silencioso que afecta a muchos.
En Manizales, por ejemplo, los colegios privados acumulan deudas en pensiones que superan los quinientos millones de pesos. No estamos hablando de los colegios de élite, sino de aquellos de pensiones medias, donde estudian los hijos de empleados comunes y corrientes. Estas familias, si tienen un apartamento, seguramente lo están pagando, y afrontan el costo de las pensiones educativas con inmensos sacrificios, “con el agua al cuello”, como se dice popularmente. Esta población ha sido ignorada por las autoridades gubernamentales. Miles de familias han subsidiado financieramente una responsabilidad que es del Estado colombiano. Muchas, tras años de esfuerzo, han tocado las puertas de los colegios públicos como un grito desesperado, pero no menos importantes son aquellas que siguen en el sistema privado, pagando altos costos por miedo a lo público.
Es en este contexto que la propuesta de los bonos escolares de la senadora Paloma Valencia cobra relevancia. ¿Debemos financiar con recursos públicos a instituciones privadas para los cupos de niños que tradicionalmente ocupan las sillas de las escuelas oficiales? ¿O debemos fortalecer la calidad de las escuelas oficiales para que estos niños puedan acceder a ellas en condiciones de dignidad? Yo abogo por lo segundo. No solo porque estas instituciones resignificadas ofrecerían una excelente oportunidad para un tránsito armónico de la escuela privada a la pública, sino también porque es hora de que los millones de colombianos que han sido relegados a una educación pública deficiente, tengan la posibilidad de reivindicar su condición de estudiantes en una escuela digna. Los recursos de los bonos deben invertirse en mejorar la calidad del sistema educativo oficial, no para garantizar un tránsito segregador hacia la educación privada.