La informalidad en Colombia no está solo en la economía. Mientras el Consejo Nacional Electoral otorga personerías jurídicas a diestra y siniestra, los partidos reparten avales como en una piñata. Las elecciones en Colombia son un próspero negocio en el que abundan los “cuenta propia”. El Consejo Nacional Electoral es un grupo de ratones a los que la Constitución puso a cuidar el queso, porque sus miembros son elegidos por el Congreso de la República “previa postulación de los partidos o movimientos políticos” (artículo 264). De ahí que las investigaciones sobre violación de los topes de financiación de campañas y aportes indebidos tengan pocas posibilidades de avanzar. En ese punto, la Constitución dejó abierto un dique por el que transita la influencia desmedida de los intereses económicos sobre la política. 
Aquí aplica aquello de que “en río revuelto ganancia de pescadores”. La fragmentación y la confusión políticas facilitan la tarea de convertir las elecciones y el ejercicio del gobierno, o de la representación, en una red de intercambios particularistas en los que se reparten favores entre votantes, puestos entre activistas y contratos entre financiadores de campañas. Como la política -en tanto negocio- rinde más al detal que al por mayor, la oferta es cada vez más fragmentada. En la página del Consejo Nacional Electoral acabo de contar 35 partidos. 
El negocio de la política particularista que va en contravía del interés público se nutre de la apatía y el desgano de la ciudadanía. La política no se transforma si nos atrincheramos en nuestro espacio privado y dejamos que -como decía un grafiti- el sector público sea el sector privado de los políticos. Hay cuatro verbos clave en una democracia: elegir, representar, deliberar y decidir. En todos ellos la ciudadanía debe actuar: eligiendo con responsabilidad, sometiendo a los representantes a escrutinio, participando en la deliberación pública y exigiendo cuentas sobre las decisiones tomadas, entre otras formas, de nuevo en las urnas. Evidentemente, una democracia no conjuga bien esos verbos si tiene millones de ciudadanos en la pobreza, abocados a la lucha por la supervivencia inmediata. La pobreza y la debilidad del Estado en la provisión de bienes públicos son buenos aliados de esos “emprendedores” electorales. Aun así, no podemos renunciar a tratar de romper ese círculo vicioso. 
El panorama del domingo es sombrío. Así como abundan los partidos por cuenta propia abundan también candidatos que no tienen la menor idea de las cosas más básicas de la política como actividad humana compleja, orientada a la gestión de conflictos entre intereses y valores diversos buscando asegurar a la vez la cohesión de la comunidad política. Muchos de los que buscan el voto tienen la candidez (o la malicia según el caso), de creer que gobernar es como gerenciar una empresa y que la política es una cuestión de ingeniería social. Si eso fuera así, la democracia no tendría sentido y el pluralismo tampoco. Mejor que presenten un examen en lugar de hacer campaña. Sin embargo, buena parte de los que posan de técnicos y de los “políticos profesionales” no tienen idea de administración pública y de políticas públicas. Ni siquiera saben (o pretenden no saber) cuáles son las competencias de los cargos que buscan ejercer. Para empeorar las cosas, la Misión de Observación Electoral advirtió que hay riesgo de fraude y de injerencia violenta en 166 municipios del país.  Además, en ciudades como Manizales o Medellín, la pésima gestión de alcaldes que capitalizaron desilusiones anteriores desmoraliza a la ciudadanía. A pesar del desgano, hay que votar. El voto en blanco es una opción válida.